El cruce de caminos

Una mañana más. Un nuevo viaje en tren.

Aunque el tren, traído de España deja la estación a las 7:10 de la mañana, hay que estar en la estación por lo menos a las 6:50 AM para evitar que el guardia de seguridad le cierre a uno el portón en la cara y lo obligue a esperar 20 minutos hasta que la próxima “serpiente metálica”, como algunos de los más viejos, aún llaman al tren.

Los famosos trenes “Apolo” llegaron por el mar Caribe a Costa Rica en abril de 2009 y al parecer, estas máquinas nacieron viejas, ya que, desde el inicio fueron insuficientes para la creciente demanda en el país. Sin embargo, no podría imaginar que sería el país sin ellos, el día de hoy.

La estación es una herencia de los años de gloria del tren en el país, es decir, tiene más de medio siglo de antigüedad y el estado de su madera (sí, madera) lo demuestra.

No hay bancas para sentarse a esperar, el concreto que debería formar la acera está completamente destrozado así que un coche, una silla de ruedas o hasta un bastón no son bienvenidos en tan irresponsablemente abandonado espacio público.

Tras 20, o 30 minutos de espera bajo el sol herediano, el turno de caminar hacia los vagones del tren comienza. Hay que ser veloz para evitar quedar detrás de las personas que usan el tren como un medio de paseo, de salir de la rutina y no como un medio de transporte para llegar rápido al trabajo. Por lo menos así lo veo yo. Es mi carcelero. Es quien me saca de mi hogar y me deposita frente a mi computadora donde dreno ocho horas de mi vida, todos los días.

Ya en el vagón, llego lo suficientemente temprano para tomar un asiento. Es un evento importante que sucede una vez cada mes, al menos. Ir sentado en el tren Heredia-San José es el premio a derrotar esos cinco minutos más de sueño que cada mañana amenazan con amarrarme a mi cama y olvidarme de las responsabilidades que sé que no puedo ni debo ignorar.

Al ser de los primeros tengo el privilegio de “disfrutar” de la “pasarela” de individuos que se desplazan en el tren. Hay aquellos que de traje y corbata se despegan del mundo por medio de sus audífonos, encontrando escape, muchos de ellos en la música y otros en los programas radiales de deportes que inundan las ondas radiofónicas cada mañana.

En el tren convergen todo tipo de personas y parte de los usuarios de este transporte llevan en su pecho los escudos o diseños de las empresas para las cuales laboran. Camisetas verdes, rojas, azules, blancas, todas con los diseños bordados de los logos de sus empresas. Empresas que se distribuyen por todos los rincones de San José, la ciudad más cercana a Heredia pero la más difícil de llegar por el estado deplorable de las carreteras en la pequeña “Suiza centroamericana”.

Es por eso, que el tren es el gran héroe de las mañanas. A pesar de sus heridas y el mal trato recibido por el mal mantenimiento que reciben las máquinas, es el tren quien mantiene vivo a Costa Rica en el momento que sus principales arterias están obstruidas y en especial en horas pico.

Por fin comienza a moverse el tren. Esa es mi señal. Comienzo mi ritual.

Conecto los audífonos a mi teléfono, comienzo a escuchar canciones random, simplemente para apagar el murmullo de las voces que desconozco y los temas que no me interesan.

Enciendo mi Kindle y comienzo a leer para evitar las miradas de desconocidos que escanean rostros, vestimentas y posesiones, tal vez con el objetivo de encontrar una cara familiar en el viaje en tren o simplemente para juzgar lo que ven e incluso como medida de defensa en caso de sentirse amenazados por la presencia de tanto desconocido a su alrededor.

Estudié inglés tiempo atrás, así que es un idioma que domino. Es por esto, que disfruto leer en inglés. Sin embargo, en mis viajes en tren lo hago con el único propósito de evitar que la persona que se sienta a mi lado o las personas que van de pie con el ángulo de visión, casi sobre mi cabeza, puedan leer lo que yo estoy leyendo.

Mientras el tren comienza a ganar velocidad, me sumerjo en la lectura, dejando atrás los problemas diarios, la necesidad de ser mejor, el sentimiento de vacío por no obtener lo que quiero. También, aunque me aburre y cansa viajar en tren, el destino tampoco ofrece una visión de brazos abiertos.

Llegar a la estación y caminar hacia mi lugar de trabajo es culminar la condena de regresar al lugar que me roba más de nueve horas de mi vida y no deja algo a cambio. Un lugar que trae nada a mi vida. Sin crecimiento profesional, ni personal ni económico. Un simple mal necesario del cual no puedo huir.

El tren se come las vías y cada vez estamos más cerca del final del camino. Levanto la mirada de mi Kindle y miro por la ventana. Por momentos miro casas, edificios, carreteras llenas de automóviles y personas que corren para llegar a sus lugares de estudio o trabajo.

Llegamos al punto más importante del recorrido, el famoso puente sobre el río Virilla o más conocido como el “puente negro”.

Es un lugar importante porque es una estructura metálica muy muy antigua. Es un puente que provoca que los que vamos cerca de las ventanas tengamos que mirar hacia el abismo y los cientos de metros que separan nuestro asiento del fondo rocoso del río.

Ese puente es famoso, ya que, en 1926, el tren cayó al vacío lo que costó la vida de 248 personas que viajaban de la ciudad de Alajuela, otra de las provincias de Costa Rica, hacia Cartago, antigua capital del país en una excursión de 340 personas hacia la Basílica de la Vírgen de los Ángeles, patrona del país.

Pasar sobre ese puente siempre provoca que todos dejen de hacer lo que están haciendo en ese momento , aunque sea de reojo, asomen por la ventana como una manera no escrita de ofrecer respeto por lo ocurrido décadas atrás o como una forma de demostrar respeto, ya que, estamos en las manos del destino al pasar por ese trágico punto.

El tren cruza el puente, que aunque corto, se hace eterno con la memoria de lo ocurrido y sigue su camino alejándose de los matorrales y cafetales que acompañan y rodean el puente para dirigirse inexorable hacia la capital, cargada de modernidad, problemas como personas hay.

Antes de volver a la lectura en mi Kindle, la vi.

Una figura gris en el punto más lejano del sendero que divide uno de los matorrales de un cafetal. Un sendero lo suficientemente grande para que pase por el un tractor de esos de ruedas gigantescas. La figura gris estaba sola, en el medio del camino.

Mientras movía mi cabeza para volver a mi lectura, mi cerebro comprendió lo que había visto y cuando quise volver a ver hacia el punto donde la figura se encontraba, se había ido.

No es que perdí de vista el sendero, no. Es un espacio lo suficientemente amplio para verse por varios segundos y metros más. El punto es que la figura simplemente, en un abrir y cerrar de ojos, no estaba.

Mi corazón se aceleró; mi mente quedó en blanco, incapaz de entender lo que acababa de ver, o bueno, lo que pensé haber visto en ese instante.

Un truco de la imaginación, exactamente en el momento que pensaba en lo ocurrido ahí hace tantos años. Una coincidencia que envía escalofríos a mi espalda y eriza los vellos de mis brazos.

Probablemente jamás logre comprender lo que vi, porque sí lo vi. Aunque no entienda qué fue exactamente lo que pude ver pero la conexión que vivimos o sufrimos todos al pasar por ese lugar es innegable y al parecer, no es solamente una “sensación” sino el recordatorio de que en ese trayecto se cruzan dos mundos conectados por la historia de esa antigua vía que volvió a la vida con los nuevos trenes pero que está atada a la muerte por las antiguas máquinas que aún brindan el servicio.

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